Mons. Oscar Arnulfo Romero Galdámez, reconocido recientemente santo por la sede romana, arzobispo de San Salvador de 1977 hasta el 24 de marzo 1980 cuando fue asesinado por un franco tirador al momento de celebrar la eucaristía en la capilla “La Divina Providencia”, contiguo a un hospitalito donde están las personas con cáncer en fase terminal, atendidas por las hermanas carmelitas. 

Mons. Romero, desde sus inicios de arzobispo, fue testigo de la represión, injusticia y violencia de las fuerzas militares del Estado hacia el pueblo salvadoreño (1). De las primeras masacres que constató se encuentra la que sufrieron personas civiles cuando protestaban por el fraude electoral, en la Plaza Libertad de San Salvador, en febrero de 1977 (2). Unos días después, el 12 de marzo, fue testigo del asesinato del P. Rutilio Grande, con los agentes de pastoral Manuel y Nelson. Desde estos acontecimientos violentos, no dejó de presenciar asesinatos a sacerdotes, seminaristas y jóvenes, agentes de pastoral, líderes populares y muchas masacres a pueblos campesinos.

El contexto de la década de 1970 a 1980, que le tocó vivir a Mons. Romero estuvo marcado por la injusticia social, la represión por parte de los regímenes militares (1944-1979), en unión con la oligarquía (descendientes de familias migrantes europeas) que han sido “los dueños del país”. Esos diez años fueron “caldo de cultivo” para un conflicto sociopolítico, de luchas estudiantiles, revueltas populares de un pueblo indignado por su la mala calidad de vida causadas por las estructuras de injusticia e inequidad, por el sistema incipiente capitalista que se basaba en el acaparamiento de los bienes naturales y de territorios así como en la privatización.

Esta estructura y sistema sociopolítico generó mayorías empobrecidas: el 49.9% de las familias rurales vivían en pobreza, y un 95% de familias rurales no tenía los ingresos para la canasta básica ampliada; un 32% de las familias en general estaba obligada a una mala alimentación; un tercio de los hogares carecía de servicios tanto de agua con calidad como de servicios sanitarios. Y así se puede continuar citando indicadores que muestran la deteriorada realidad que vivía la población a finales de esta década (3).

Esta realidad de injusticia estructurada puso las bases para que se diera la migración forzada en estos años, “La migración internacional ha tenido extraordinaria importancia para El Salvador en las últimas dos décadas. Entre 1950 y 1970, el saldo neto migratorio internacional era de aproximadamente dos por mil habitantes. Este saldo neto subió a 8 por mil en la segunda mitad de los ochenta” (4). La década siguiente al asesinato de Mons. Romero propició el desplazamiento interno de miles de campesinos que huían de la violencia en el campo, un desplazamiento que continúa en el país (5).

Es en este contexto de injusticia social que Mons. Romero fue voz profética. Él decía: “Queremos ser la voz de los que no tienen voz para gritar contra tanto atropello contra los derechos humanos” (agosto de 1977). “Con este pueblo no cuesta ser un buen pastor, Es un pueblo que empuja a su servicio a quienes hemos sido llamados para defender sus derechos y para ser su voz” (noviembre, 1979).  “La voz de la Iglesia ha sido siempre la voz del evangelio; no puede ser otra. Que ese evangelio toque, muchas veces, la llaga viva, es natural que duela; pero es la voz del evangelio” (noviembre, 1977).

Mons. Romero expresaba con toda certeza que valía la pena ser una Iglesia perseguida, no por buscar el sufrimiento o el dolor, sino por reconocer que en la persecución a la Iglesia había una causa evangélica: el servir y defender a los empobrecidos. Al respecto, Mons. Romero afirmó: “me alegro, hermanos, de que nuestra Iglesia sea perseguida, por su opción preferencial por los pobres y por tratar de encarnarse en el interés de los pobres y decir a todo el pueblo, gobernantes, ricos y poderosos: si no se hacen, si no se interesan por la pobreza de nuestro pueblo como si fuera su propia familia, no podrán salvar a la sociedad” (15-07-79). Esta misma causa tiene estar vigente en la Iglesia, ser voz, defensa y protección de los empobrecidos, en los que están las mayorías que han sido forzadas a migrar.

La calidad de vida en la población de América Central no ha mejorado all inicio del nuevo milenio. Por el contrario, en el caso del pueblo salvadoreño la realidad no ha sido favorable para las mayorías, y eso lo muestran los miles de nacionales que en estos años se han visto forzados a dejar la nación. “Las autoridades de Estados Unidos registraron entre enero y noviembre de 2022 más de 80.200 migrantes salvadoreños indocumentados en su frontera sur, mientras que desde 2020 la cifra suma 217.755, de acuerdo con datos de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP)”. La migración forzada de miles de humanos sigue siendo un indicador de que la vida de la población está en peligro, que es necesario buscar otro “cielo y tierra” que permita vivir en paz y tranquilidad, donde el pan llegue a la mesa de la familia y se pueda dormir bien.

La voz de Mons. Romero se unía proféticamente a la voz colectiva del pueblo que clamaba por un país con justicia y equidad que establecía una calidad de vida en los hogares. El profetismo siempre es una fuerza que viene del pueblo, de las luchas y resistencias, de la rebeldía y sabiduría, de la esperanza por un cielo nuevo y una tierra nueva.

La Red Franciscana para Migrantes (RFM), quiere con sus equipos y en los albergues acompañar, cuidar y defender la vida de cada humano que se vio obligado a migrar, vibrar con sus esperanzas y acariciar sus sueños de una mejor calidad de vida, por eso, la RFM estamos llamados a ser un colectivo profético, como lo fue Mons. Romero.

René Arturo Flores, OFM

RFM Panamá.