La Semana Mundial del Migrante es una semana en la que la iglesia intensifica muchas actividades para seguir impulsando el mensaje de reconocimiento de los derechos de los migrantes con celebraciones y acciones como Eucaristías, conferencias, cursos, festivales, programas de radio y charlas en vivo.
Sin embargo, este año es diferente, ya que estamos en un año de cambios y la realidad nos ha golpeado con una pandemia mundial. Para los países empobrecidos, la crisis social nos ha acelerado, no solo con la muerte de nuestros seres queridos, sino con el desempleo masivo, la pobreza abrumadora en las familias hondureñas.
Diversas opiniones sociales señalaron desde los primeros meses que la contingencia de salud intensificaría las desigualdades sociales. Para Honduras, luego de seis meses de crisis, es parte de la llamada nueva normalidad, ya que aún con la muerte como contexto dramático, falta de suministros, corrupción excesiva y conflictos políticos, hemos visto con desesperación que nuestros hermanos y hermanas continúan saliendo del país en busca de nuevas oportunidades que les permitan seguir soñando ante la terrible desesperanza que los rodea. Siguen creyendo en sus capacidades y apostando por cambiar esa realidad que se impone a sus ojos con la fuerza de sus manos.
El Papa nos dice: “Este no es el momento para ser olvidado. La crisis a la que nos enfrentamos no debe hacernos dejar de lado tantas otras situaciones de emergencia que acarrean el sufrimiento de muchas personas » (Mensaje de Urbi et Orbi, 12 de abril de 2020).
Por supuesto, no podemos olvidar a los pobres de nuestros pueblos, los migrantes y los desplazados, los que regresan porque los países del primer mundo no cumplieron con sus responsabilidades durante esta pandemia.
Solo durante esta crisis en los primeros meses hubo más de 10,0000 hondureños deportados, sin contar a los haitianos y africanos cubanos varados en la frontera hondureña sin respuesta del gobierno ante el terror y la paranoia del miedo a la enfermedad Covid-19.
No podemos olvidar que el desplazamiento es una emergencia pero regulado para volverse invisible desde la conciencia colectiva. No podemos asumir que es un problema solo para quienes cuidan o tratan con migrantes. No podemos olvidar que el país sigue su rumbo y agenda, sin involucrar al pueblo como actor fundamental en este dramático escenario. Esto nos interpela a mirar más desde el corazón.
Jesús está presente en cada uno de ellos, obligado, como en tiempos de Herodes, a huir para salvarse. Estamos llamados a reconocer en sus rostros el rostro de Cristo, hambriento, sediento, desnudo, enfermo, forastero y preso, que nos interpela (cf. Mt 25,31-46).
Obligados a huir, ese es el lema de esta semana, una frase dura, que se mueve desde la fe, la esperanza y la injusticia. El Papa también nos anima a apuntar al servicio de los que huyen; nos anima a encontrarnos con los desplazados internos, que tienen rostros cercanos. Es el vecino que hoy está cerca de nosotros, la mujer que nos atiende en su negocio, el niño que con dificultades entra al aula online, la amiga que nos pide un préstamo, el hombre que ya no lustra zapatos en el parque, la señora de las verduras que paga dos veces el transporte para moverse y las miles de personas que hoy están tan cerca de nosotros y que serán las que huyan porque no hay otras alternativas después de haberlo intentado todo para sobrevivir y quedarse.
Estamos llamados a seguir respondiendo a los cuatro verbos promovidos en el mensaje para esta jornada en el 2018 y ahora el Papa Francisco nos ha pedido ir más allá en esta llamada, como un pastor que a estas horas de la noche sale a buscarnos para darnos la ruta para encontrarnos con este Jesús cercano, vecino, familia, amigo, desconocido que se ha encontrado con nosotros
Como cristianos, podemos responder a ese encuentro desde el conocerle, para comprender su realidad e historia. Atreverse a dialogar en los contextos conflictivos que viven nuestros hermanos y hermanas nos permitirá conocerlos y así posiblemente desde nuestras también limitadas historias amarlos. Porque estamos acostumbrados a hablar de estas amargas realidades, pero pocas veces damos voz a estas víctimas de la injusticia y el empobrecimiento, para escucharlo y dejar que nos hablen.
Para crecer hay que compartir. Desde la espiritualidad franciscana reconocemos esta llamada, como nuestro principio del «bien común», no para favorecer el individualismo, sino el crecimiento personal. Solo así podremos crecer, como hermanos y hermanas en sociedad. Necesitamos compartirnos con el otro, aportar tiempo, diálogo, vida, dejarnos e ir en busca de los que huyen de la violencia, la pobreza y la desigualdad, y así ofrecer nuestro corazón al desplazado y al migrante. El peligro de la nueva normalidad es vivir siempre encerrado (P. Mello, 2020); necesitamos salir de nosotros mismos, de nuestras casas del miedo, para crecer y darnos el don de ser hermanos y hermanas con los demás.
Hacerse prójimo para servir. Es fundamental ser prójimo en nuestra vida de fe, pero eso no quiere decir que nos sea fácil, puesto que ponernos en el papel de prójimo, el que está más cerca del otro, no es tan común. Permanecemos en el servicio austero, de dar pero de no darnos, de hacer pero entregarnos. No nos conectamos con el otro porque estamos lejos cuando servimos, desde la cima del voluntarismo y ofreciendo nuestras capacidades pero no dejamos fluir nuestro corazón en lo que damos. Sirvamos fraternalmente, haciéndonos iguales y hermanos a los cercanos. Hermanémonos con el que sufre para abrirnos al misterio de Jesús Samaritano.
Reconciliarse, se requiere escuchar. Una de las importantes manifestaciones conductuales de respeto es la escucha, y a través de esta dinámica de escucha activa, dejamos a los desplazados ser y no nos imponemos como consejeros. Nos involucramos como hermanos y hermanas abrazando la realidad de quienes están marginados de una calidad de vida por la injusticia.
Como franciscanos, esta semana nos llama a no encerrarnos ni a evadirnos ni a huir de quienes nos necesitan. En este momento que nuestras familias están cambiando en su forma de vida, y regresamos a una iglesia doméstica, que no nos encontremos en esta situación de huir es un privilegio. Sin embargo, para nuestras generaciones futuras, ¿qué les espera? Y para nosotros en unas décadas, ¿cuál es el futuro cercano?
Si el panorama es desalentador, lleguemos juntos al encuentro reparador de ser hermanos y hermanas con los que han abandonado a la fuerza nuestra patria. Al caminar el y la migrante ve en el horizonte, “el cielo nuevo y la tierra nueva”, que le hace soñar con los pies puestos en la realidad, que lo impulsa. La esperanza de encontrar un lugar donde pueda seguir creciendo en su humanidad, celebrando la vida y alabando la presencia misericordiosa del Dios presente en su vida.
Me parece muy iluminador este artículo, renueva la conciencia y el compromiso solidario para aquellos/as que han sido obligados/as a huir.
Gracias por compartir.