Recuerdo, todavía, la primera vez que llegue de migrante “regular” a un pueblo distinto al que me vio nacer. Fue al mismo tiempo un encuentro y un choque cultural, donde entraron en dilema mi mentalidad, palabras, gestos, creencias y prácticas con respecto a la práctica cultural del pueblo que me recibía.

A partir de ese primer encuentro cultural logré ir comprendiendo, en posteriores encuentros con otros pueblos, la riqueza que aportaba su cultura en mi ser como persona. Gran parte de lo mejor que hay en mi ser humano se forjó en el intercambio cultural y social en cada pueblo donde he vivido por un tiempo: sus paisajes, biodiversidad, costumbres, comidas, bebidas, fiestas, creencias y prácticas políticas, han aportado de manera dinámica en mi crecimiento como un ciudadano de esta casa común. En estos países, siempre mi estatus ha sido de migrante regular, esto marcó una relación respetuosa por parte de los agentes de gobierno, ¿cómo hubiese sido la experiencia, si mi estatus migratorio hubiese sido irregular?

Con esta interrogante retomo en este escrito, una celebración que está relacionada con la migración: «Día Mundial de la Diversidad Cultural para el Diálogo y el Desarrollo».  Citando esta declaración, decimos que la diversidad cultural “se manifiesta en la originalidad y la pluralidad de las identidades que caracterizan los grupos y las sociedades que componen la humanidad. Fuente de intercambios, de innovación y de creatividad, la diversidad cultural es, para el género humano, tan necesaria como la diversidad biológica para los organismos vivos. En este sentido, constituye el patrimonio común de la humanidad y debe ser reconocida y consolidada en beneficio de las generaciones presentes y futuras.[1] Partiendo de esta declaración, la diversidad cultural está unida a la biodiversidad, ambas propician un equilibrio que favorece la vida en esta casa común.

La diversidad cultural es una realidad palpable en la migración desde los inicios de la humanidad. Veamos un ejemplo reciente de la historia del continente americano, en lo que hoy conocemos como países con estructura de gobierno basada en un estado de derecho democrático, estos países son los EE.UU. y Canadá de Norte América. Estas naciones se han constituido y fortalecido por medio del encuentro de grupos migrantes con los pueblos ya originarios de esos territorios. El encuentro de culturas siempre será valioso para el crecimiento y desarrollo social de cualquier nación. La ironía histórica, es que, en las últimas décadas, el gobierno de los EE.UU. ha decretado políticas y desarrollado acciones que violan los DDHH de los migrantes que llegan a su territorio.

Hay que tener en cuenta que la migración en todo el mundo está en aumento, así lo presenta la ONU, “El número de migrantes internacionales a nivel global ascendió en la actualidad a 272 millones, un registro que indica un incremento de 51 millones de personas desde el año 2010. La distribución regional de los migrantes internacionales está liderada por Europa que alberga a 82 millones de personas, seguidas por América del Norte con 59 millones.”[2]

La CEPAL constata que este crecimiento migratorio en América Latina, aunque tenga estatus irregular, genera un aporte positivo en el ámbito económico, así lo expresó la secretaria ejecutiva, Alicia Bárcena, “en 2015, la contribución de los migrantes al PIB mundial fue de aproximadamente 6,7 billones de dólares equivalentes al 9,4% del PIB mundial.”[3]

Todo este movimiento migratorio en América Latina ha sacudido las estructuras de los gobiernos de varios países que han sido destino de los flujos de la migración forzada. Esta realidad dramática, ha puesto a prueba el respeto de los derechos del migrante, así como, la capacidad de integrarlo en la estructura social. Estos últimos años, en los países que ha aumentado el flujo migratorio son: Chile (haitianos y venezolanos), Costa Rica (nicaragüenses), Perú y Colombia (venezolanos). Tanto en estos países de destino como en los de tránsito, como el caso de México y Guatemala, lo que se pone a prueba es la estructura del estado de derecho que protege y cuida los DDHH de los migrantes.

Otro aspecto significativo que destruye la diversidad cultural es la mentalidad y comportamiento racista, discriminador y xenofóbico con que actúa el pueblo donde llega el migrante. Asimismo, este comportamiento se constata en los agentes de las instituciones del estado, que actúan violando los DDHH de hombres y mujeres migrantes, aún peor cuando se hace con menores, sometiéndolos a vejaciones que afectan su integridad humana.

Para quienes nos sentimos inspirados y animados por el carisma francisclariano, hace bien retomar la historia del encuentro del hermano Francisco de Asís con el Sultán de Egipto. Un encuentro con pocos datos históricos exactos, pero con un significado trascendente en relación con el encuentro de dos culturas, religiones, sociedades y territorios diferentes. A lo que podemos aproximarnos en este encuentro de culturas y religiones es que, mediante el diálogo abierto, sincero y amistoso, sin actuar con violencia personal e institucional, sin buscar desaparecer la otra cultura, aceptando la diversidad como una riqueza humana. Este actuar, seguramente, estuvo basado en la tolerancia, empatía y comprensión mutua, que hace posible la fraternidad y sororidad de los pueblos.

 

René Arturo Flores, OFM
RFM-El Salvador