“La humanidad aguarda ansiosamente que se revelen los hijos de Dios. Ella fue sometida al fracaso, no voluntariamente, sino por imposición de otro; pero esta humanidad tiene la esperanza; que será liberada de la esclavitud de la corrupción para obtener la gloriosa libertad de los hijos de Dios”
(Rom 8,19-20)
En la casa del migrante de la “72”, en Tenosique, cuando llegan los migrantes, el primer paso es recibirlos y sentarlos en un espacio destinado para los que ingresan y reciben algunas indicaciones básicas del refugio; luego pasan al registro de sus datos personales, allí todos con ojos perdidos, ansiosos, miedosos, inseguros, tristes, asustados, entre otros sentires junto con el haber caminado horas, muchas veces con los pies llagados.
Mientras pasan los minutos, horas y días en los migrantes va surgiendo desde su interior el amor hecho esperanza. Aquellos sentimientos que desbaratan al humano y que, al mismo tiempo, son parte de lo humano en su totalidad y van unidos a los otros sentimientos nobles de lucha, resistencia, solidaridad, compasión y esperanza.
Esperanza que actúa junto con el miedo, ansiedad y tristeza, que está allí como una llama que impulsa a más, a iluminar la vida mientras se camina.
Esperanza que existe en lo más profundo de cada migrante que pone la mirada en el norte, no por ganas de vivir en una sociedad altamente consumista, de doble moral, guerrerista y xenofóbica; sino buscando el norte de sus vidas, que junto con sus familias quieren alcanzar un horizonte que les propicie una mejor vida.
Esperanza que empuja más allá de ser un sobreviviente, sino un humano con profundos deseos de vivir con calidad y dignidad la propia existencia.
Esperanza que lleva a una madre embarazada a cargar con sus tres hijos pequeñitos, mientras camina al encuentro de su pareja para seguir formando un hogar.
Esperanza genera la sonrisa de los niños y las niñas que juegan mientras van de camino, que ríen y bromean con todos los que encuentran, y la pasan compartiendo con otros migrantes que al final son iguales en su ser humano.
Esperanza de confiar en un Dios que camina con a su lado, que está presente en todo este peregrinar de este éxodo obligado.
Esperanza en cada joven migrante, que sigue mirando más allá, aun con el dolor de haber dejado la casa donde se crio, donde lloro, sonrió y jugo.
Esperanza de las familias que van al encuentro de otros, de las familias que no tienen a donde ir, pero sí saben dónde van, las familias que se unen con otra familia en este recorrido, donde comparten y se abren a otras experiencias culturales.
Esperanza de que mañana será mejor que hoy, de establecerse su hogar en otra tierra, pero sintiendo que es la misma “Madre Tierra” la que los cuida y acoge.
Esperanza cuando toman su mochila y tanates, y salen de la “72” para seguir sus caminos, llevando la esperanza colectiva con los que compartió su vida de convivio en el refugio.
Esperanza que va dentro de sus mochilas, llenas de historias, recuerdos, besos, abrazos y ropa que les acompaña en este camino de la vida.
Esperanza cuando en los trámites jurídicos para obtener el refugio en México, logran vencer con resistencia, coraje y perseverancia una oficina que actúa con burocracia desgastadora e insensibilidad, obteniendo la visa humanitaria para poder estar de forma regular.
Esperanza fundada en Jesús el primer esperanzado que venció la exclusión, división social y dualismo religioso. Una esperanza que surge del Jesús que actúo liberadoramente, dando vida y vida en abundancia.
René Arturo Flores, OFM
Memorias, Tenosique 2018
Fotografías: Eric Luna