Hace algún tiempo recibí una llamada de una mujer migrante que se encontraba de paso en Honduras, la cual, me decía con voz entre cortada: “Señorita, a mi hija me la desgraciaron cuando veníamos para acá, dígame una ruta segura para que cuando lleguemos a México no la vuelvan a desgraciar”.
Esas palabras hoy me siguen haciendo eco, obligándome a reflexionar en todas aquellas mujeres migrantes o no migrantes, que de alguna manera hemos sido “desgraciadas” o consideradas “desgraciadas” por los hombres, por nuestras familias, por la sociedad, por el gobierno, por las instituciones e incluso por la iglesia.
En muchas épocas las mujeres hemos sido consideradas simples objetos, carentes de dignidad y reconocimiento social, siendo marginadas por no ser hombres, por lo que de alguna manera, históricamente hemos vivido, socializado y normalizado la violencia en todas sus formas –visibles y no visibles—, hemos aprendido no solo a avergonzarnos de nuestros cuerpos, sino también de nuestra sexualidad, de nuestros deseos, sueños, anhelos, en una sola palabra, de todo aquello que sea femenino y que altere el orden instaurado por la sociedad, la economía, la cultura, la política y la religión.
Hemos aprendido que todas debemos sentir, pensar y ser iguales, como si fuéramos cortadas todas con las mismas tijeras, a no sobresalir más que los hombres, porque ellos “son cabezas”, y nuestra gran tarea como mujeres, es ser pilares de una familia y de una sociedad pero siempre en silencio, calladas e invisibilizadas o semi invisibilizadas, para no minimizar a los hombres, porque de lo contrario, estamos alterando el “orden natural establecido por un Ser superior”, y así, de manera casi irracional hemos aceptado un rol que nos dice “calladitas nos vemos más bonitas” e incluso, nos ponen de ejemplo a María la madre de Jesús, exaltando que en el silencio todo se debe de guardar en nuestros corazones, porque ahí está la virtud.
Sin embargo, a lo largo de la historia han existido mujeres, cuyas vidas han sido antítesis de lo que la mujer “debe ser”, mujeres que han luchado, resistido y que desafían ese “orden natural” de violencia sistemática, propiciando un desorden para tener un nuevo orden, logrando con ello el reconocimiento de la dignidad y voz de las mujeres, una de ellas, es María la madre de Jesús, cuya voz y actuar desafío toda norma moral y legal de una época. Desde la anunciación, ella no se queda callada, ella cuestiona a Dios, y acepta el reto propuesto por Dios de ser madre, sin pedir la autorización de algún varón, ya sea de su padre o de José.
Con su sí, ella toma las riendas de su vida, sin importarle si José se iba sentir minimizado o violentado en su masculinidad. Con su sí, ella se convierte en pieza clave para la salvación del ser humano. Con su sí, acepta una concepción que va en contra de toda ley natural. Con su sí, ella acepta las consecuencias que le podría traer el ser madre soltera en una sociedad que castigaba con la lapidación el delito del adulterio. Con su sí, dignifica a las mujeres y nos enseña a ser mujeres valientes, activas y comprometidas a nuestras creencias y valores, sin importar que vayan en contra de normas y/o culturas patriarcales. Con su sí, pasamos de ser desgracias a ser llenas de gracia.
En ese sentido, en este día en el que conmemoramos el día internacional de la eliminación de la violencia contra la mujer, proponemos a todos los hombres y mujeres de fe a promover aquella utopía que buscaba Jesús: la igualdad entre hombres y mujeres, en el que ambos tengamos la misma dignidad y seamos uno en Cristo (Ga 3, 28). Para ello, es importante ser críticos para identificar las violencias visibles y no visibles hacia las mujeres que han sido socializadas y normalizadas, lacerando día a día a niñas, adolescentes y mujeres de todas las condiciones sociales.